Cuenta una historia que una vez un joven se acerca a un anciano que encuentra a su paso y muy emocionado le dice:
– Buenas tardes mi querido profesor !!! ¿Se acuerda de mí?
El hombre luego de unos instantes de intentar reconocerlo, le dice que lamenta mucho no recordarlo, que los años no vienen solos…
El joven le dice entonces que no se preocupe, que fue su alumno cuando era chico y que le sería imposible olvidarlo.
Asombrado el profesor e intentando nuevamente hacer memoria, le da las gracias y le pregunta:
– Es un verdadero honor para mí que me recuerde. ¿Qué es de su vida? ¿A qué se dedica?
Al que el joven le contesta:
– Como no podía ser de otra manera, me he convertido en Profesor, como usted.
– Ah, que bueno .Como lo he sido yo por tantos hermosos años. -con mucho orgullo le dijo el anciano-
– Pues, sí. Y de hecho, me convertí en profesor porque en realidad usted me inspiró a serlo.
El anciano, curioso por los dichos del joven, le pregunta el porqué de tal decisión y cual fue el momento, si es que lo hubo, que lo había inspirado tan fuertemente a estudiar para tener tan loable profesión.
El joven le cuenta la siguiente historia:
– “Un día un compañerito del aula, también alumno suyo, llegó con un nuevo y hermoso reloj y como esas cosas de niño que uno hace sin pensar, decidí que tenía que ser mío y se lo robé. Sí, sin que se diera cuenta por un lado y sin que yo midiera las consecuencias por el otro, muy delicadamente se lo saqué de su bolsillo. Poco después, mi amigo al notar que ya no lo tenía, de inmediato denunció el robo a nuestro querido profesor, que no era otro que usted.
Usted se dirigió a la clase y luego de comentarnos lo sucedido, nos dijo que ese tipo de acciones no estaban bien y que quien lo hubiera hecho debería arrepentirse y devolver el reloj inmediatamente. Pero que para que su verdadero dueño lo pudiera recuperar, haríamos lo siguiente: cerraríamos la puerta, todos nos pondríamos de pie con los ojos cerrados, y usted uno por uno, buscaría en nuestros bolsillos hasta encontrar el reloj. Pero nos pidió muy encarecidamente que mantengamos los ojos cerrados y que no los abriéramos hasta que no terminara el recorrido por todos nosotros.
Así lo hicimos, y usted fue muy lentamente de bolsillo en bolsillo, uno a uno pasando por cada uno de nosotros. Cuando llegó al mío encontró el reloj y lo tomó, pero muy extrañamente para mí, continuó buscando en los bolsillos de todos los que faltaban, y recién cuando terminó, dijo:
– «Abran los ojos. Ya tenemos el reloj».
Usted en aquel momento no me dijo nada, ni nunca más mencionó el que para mí había sido un terrible episodio. Tampoco le dijo nunca a nadie quién había sido el autor de ese penoso robo.
Ese día, usted salvó mi dignidad para siempre. Fue el día más vergonzoso de mi vida, pero también fue el día de una gran lección, el día en que mi dignidad se habría salvado y no me convertía en un ladrón de por vida. Usted nunca me dijo nada, y aunque no me regañó, ni me llamó la atención para darme una lección moral, yo recibí el mensaje muy claramente y la mejor enseñanza de mi vida.
Gracias a usted entendí que esto es lo que debe hacer un verdadero educador. Dejar simplemente que uno aprenda…
¿Se acuerda de ese episodio, Profesor?
El sabio profesor, apoyando sus viejas manos sobre los hombros de su antiguo alumno, con alguna que otra lágrima en los ojos y con la voz un tanto entrecortada le dice:
– «Yo recuerdo perfectamente esa situación y recuerdo el reloj robado, también que busqué en cada uno de los bolsillos, pero me sería imposible recordar quien lo había tomado, pues yo también tenía los ojos cerrados mientras lo buscaba.»
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Y es que así debe ser… Esa es la esencia de la decencia y la docencia.
«Si para corregir necesitas humillar… simplemente, no sabes enseñar.»
(dc)