Llegado casi el fin del curso, al profesor de filosofía de una clase de más o menos 50 alumnos, se le ocurrió hacerles hacer un juego a todos ellos. Les dijo que desparramadas por el suelo de toda el aula, como muy bien las podían ver, se encontraban una pelotitas de múltiples colores y que cada una de ellas tenía inscripto sus respectivos nombres y apellidos.
El juego consistiría en encontrar cada uno la suya en al menos 60 segundos. Quienes las encuentren tendrían un muy valioso premio pero quienes no lo hicieran, por perder, tendrían un castigo. Y les dijo una cosa más, que dentro de las reglas de la no violencia… todo estaba permitido.Más vale que al instante de dar el “Comienza el juego”, todos se “tiraron de cabeza” hacia las pelotitas generando un gran avasallamiento e intentando cada uno encontrar la suya.
Mientras los alumnos lo más rápidamente que podían las iban tomando, a medida que comprobaban que no eran las que les correspondían las volvían a tirar al suelo, reproduciendo cada vez más desorden y ocasionando evidentemente un mayor descontrol. Claro estaba que cada vez era más difícil encontrar la que los llevaría a hacerse posesión del, hasta ese momento, desconocido premio.Pasados los 60 segundos y luego de sonar la señal de la finalización del tiempo, solo unos muy poquitos habían tenido la suerte o la oportunidad de encontrar la pelotita con su nombre. Casi la mayoría se encontraban con las manos vacías y con ánimo de derrota, apenados por no haber podido alcanzar el objetivo del juego.
No contento con el desenvolvimiento del mismo, el profesor les dijo que les daría una nueva oportunidad, pero ahora con una pequeñita sugerencia; una que bien podría hacer la diferencia. Como ya todos se conocían muy bien por haber estado juntos desde principios de año, al tomar la primera pelota y leer el nombre que en ella estaba escrito, en lugar de descartarla y seguir buscando la propia, se la llevarían a quien le correspondiera. Hubo algunos de los alumnos que se miraron entre sí como preguntándose donde está entonces la gracia del juego… pero confiando en el excelente profesor que todos sabían que en realidad tenían, se prestaron a intentarlo nuevamente pero ahora con formalidad propuesta.
Fue así que una vez largado de nuevo el juego, a los muy pocos segundos todos ya tenían en sus manos la pelota que les correspondía y lucían contentos por sentirse ganadores, casi sin haber hecho esfuerzo alguno.
El profesor entonces les dijo:
Queridos míos, el juego que les hice practicar hoy es muy similar al mismísmo “juego de la vida”, y el premio en realidad no es otro que el poder alcanzar la Felicidad. Uno a veces se concentra tanto en buscar su propia Felicidad que no se da cuenta que ayudar a los demás es el camino más seguro de encontrar la suya. No se encierren en sus necesidades, o en tratar de que sólo sus sueños y deseos fueran los que se cumplan. En ayudar a los demás a encontrarla, más vale en todo lo que esté a nuestro alcance, está el secreto de poder alcanzar sin esfuerzo y mucho antes de lo previsto la tan ansiada Felicidad propia.
Como les dije al empezar la charla, en este juego todo está permitido, nadie les va a imponer como deben actuar o que deben hacer, mucho menos lo hará este simple y viejo profesor, pero quiero que cada uno de ustedes piense en la posible desilusión que les ocasionará el no poder ganarlo… y que además, no siempre tendrán la oportunidad que les dio quien les habla: “la de poder volver a jugarlo, una y otra vez”
(dc)