El valor de una sonrisa

Allí estaba, como casi siempre… sentado en una banqueta, con los pies descalzos sobre las baldosas rotas de la vereda, con su desteñida gorra marrón y sus manos arrugadas sosteniendo el viejo bastón de madera. Sus pantalones arremangados, dejaban libres sus flacas pantorrillas, y una camisa blanca muy gastada con un chaleco de lana tejido a mano, apenas lo abrigaban en esa fría mañana . El anciano miraba a la nada…

Pero ese día… el viejo lloró, y en su única lágrima que logre ver, expresó tanto…, que me fue muy difícil acercarme a preguntarle que le pasaba y quien dice, hasta quizás poder consolarlo. Simplemente seguí caminando, sin embargo al percibir que volteó su mirada para posarse en la mía, sólo me animé a sonreírle e intentar transmitirle con el más sentido de los gestos, lo mucho que sentía si es que era la tristeza la que en esos instantes se habría apoderado de él.

Logró invadirme una profunda angustia, y si bien no lo conocía, entendí que tanto en su mirada, como en aquella lágrima, estaba muy presente el sufrimiento y una gran necesidad. Pero seguí mi camino, sin convencerme en lo más mínimo de estar haciendo lo correcto. No podía borrar de mi mente esa imagen, la de su mirada encontrándose con la mía.

Traté de olvidarme. Caminé rápido ocupándome en otros pensamientos, como intentando infructuosamente escaparme de esa triste sensación. Compré un libro y, ni bien llegué a mi casa, comencé a leerlo, esperando que con el correr de las letras, pudiera borrar esa presencia…. pero esa lágrima no se me borraba…

Los viejos no lloran así por nada, me repetía.

Esa noche me costó dormir, la conciencia no entiende de horarios, y decidí que a la mañana volvería a pasar por el frente de su casa y conversaría con él, tal como estaba convencido tendría que haber hecho.

Luego de vencer mi pena y al saber que remediaría mi error, logré dormir.

Recuerdo haber preparado al día siguiente un poco de café con tostadas, y muy deprisa fuí a su casa convencido de tener mucho por conversar.

Llegando noté que no estaba sentado como lo hacía de costumbre en la puerta, por lo que decidí llamar a la puerta. Cedieron las rechinantes bisagras y salió un hombre.

– “¿Qué desea?”, preguntó, mirándome con un gesto adusto.

– “Busco al anciano que vive en esta casa.”

– “Mi padre murió en la noche de ayer”, dijo entre lágrimas.

– “¿Murió?”, dije decepcionado. Las piernas se me aflojaron, la mente se me nubló y los ojos se me humedecieron.

– “¿Y usted quien es?”, volvió a preguntar.

– “En realidad, nadie”, contesté. Y agregué: “ayer pasé por la puerta de su casa, y estaba su padre sentado, lo vi triste con lágrimas y, a pesar que lo saludé, no me detuve a preguntarle qué le sucedía… hoy volví para hablar con él, pero lamento muchísimo que ya sea tarde.”

Luego de un extraño silencio, el hombre me dijo:

– “No me lo va a creer, pero creo que usted es la persona de quien hablaba en su diario.”

Sin entender en lo absoluto lo que me estaba diciendo, lo miré como pidiéndole una explicación.

– “Por favor, pase”, me dijo aún sin contestarme.

Luego de servirme un poco de café, me llevó hasta donde guardaba su diario, y la ultima hoja rezaba:

– «Hoy me regalaron una plena y sincera sonrisa, acompañada con un amable y muy sentido saludo… Hoy, a pesar de todo, es un día bello y especial».

(dc)

Nunca dejemos de dar o decir algo que pueda hacer felices a los demás. Para cualquiera de nosotos, podría ser muy sencillamente la última oportunidad.

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