El mensaje.

Un acaudalado profesional venía manejando su muy lujoso auto en plena ciudad mientras discutía acaloradamente con su mujer sobre las cada vez más complicadas situaciones de pareja. Lejos de quedarse callada su hija de casi 15 años que venía en el asiento de atrás también intervenía en la fuerte discusión debido a que el principal motivo por el cual se había iniciado la pelea, no era otro que por el costoso festejo de su próximo cumpleaños.

Lleno de ira y descontrol el hombre no prestó la debida atención en una esquina atropellando a un transeúnte que intentaba cruzar la calle. Bajaron inmediatamente todos del auto para comprobar el estado de quien había sido bruscamente golpeado, pero al notar que su aspecto era prácticamente el de un pordiosero y para colmo estaba bastante desarreglado, casi sin tocarlo sólo se animaron a preguntarle como se encontraba.

Si bien sus palabras dieron a entender que estaba bien y que aparentemente no habría sufrido más que un simple golpe en las piernas, fueron las suficientes como para volver a iniciar entre la pareja otra fuerte discusión, ahora sobre si habría que llevarlo o no a un hospital para que lo revisaran. Fue la señora quien en este caso ganó la discusión por lo que hicieron subir al accidentado en el lugar del acompañante para trasladarlo a un nosocomio.

Un silencio lleno de múltiples pensamientos colmó el habitáculo del coche en los primeros metros recorridos camino al hospital. Mezcla de incertidumbre y miedo por el posible comportamiento del extraño personaje no dejaba conducir normalmente al empresario ni viajar tranquilas y seguras a su esposa y su hija en el asiento de atrás.

Increíblemente quien rompió el incómodo silencio fue el pobre hombre. Con una voz para nada nerviosa y como sabiendo perfectamente que decir, comenzó diciendo que suponía el terror que deberían estar sintiendo por su presencia y que probablemente estuvieran pensando que él podría aprovecharse de la situación y robarles las pertenencias, el auto o bien hacer algo mucho peor. Pero insistió en que se queden tranquilos que en realidad nada de eso iba a suceder. Continuó contando que él había conseguido tener hace algunos años mucho dinero gracias a la ayuda de la que era su familia, también muy adinerada, y a todos los estudios universitarios que poseía, pero que debido a sus descontroladas ansias de mucho más dinero y poder, descuidó lo que ahora se daba cuenta era lo más importante que tenía, a su amorosa mujer y a sus adorados hijos, y que ya, muy tarde como para recuperarlos, estaban muy lejos. Lejos en la distancia, pero mucho más lejos por el arrepentimiento que lo desbordaba.
Les decía que por soberbia y un estúpido amor propio, todo se había derrumbado precipitadamente y que sólo el alcohol y las drogas parecieron en su momento rescatarlo de tanta angustia y dolor, aunque sin embargo lo único que habrían logrado era terminar con toda su supuesta vida y enviarlo a lo más profundo de sus terribles sufrimientos.
Fue entonces cuando apareció Dios en su vida, devolviéndole la fe y la esperanza, y aunque ya era imposible volver todos los pasos atrás y evitar cometer los mismos tontos y graves errores, ahora al menos amaba la vida, las simples y maravillosas cosas que cada día tenían para ofrecerle y que si bien no iba a tener más el amor de su familia perdida, sentía en el presente un sincero amor al prójimo que lo llenaba de alegría y de felicidad. Les dijo que nunca olviden poner siempre en primer término el amor por los demás, o el de Dios y la familia que es lo mismo, y que recién entonces todo lo que faltara vendría solo.

Al darse cuenta que ya estaban a pocas cuadras del hospital les hizo detener el auto, y mirándo a los ojos a quienes en ese instante habían cambiado completamente la expresión de sus caras a una mezcla de asombro y angustia, les dijo:

«Ya estamos muy cerca del hospital, déjenme aquí, yo mismo me haré revisar y les evitaré el hecho que les hagan preguntas o los dejen demorados; seguramente tienen cosas mucho más importantes que hacer que acompañarme a que me revisen. Pero seguramente nos vamos a encontrar próximamente en algún lugar, o quizás, hasta en la misma esquina… Mi nombre es Jesús.»

Y se bajó del auto.

 

 

Daniel Calcagni.

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