Mientras estaba terminando de lavar los platos noté que mi pequeña hijita me miraba detenidamente cómo si estuviera intentando ordenar sus muy juveniles pensamientos.
– Mamy, ¿es cierto que Juan y yo somos iguales?
Suspiré profundamente y mientras intentaba imaginar por donde podía venir la pregunta, cerré el grifo de la pileta y me sequé las manos cómo para mirarla a los ojos y prestarle atención.
– Pues… a ver… ¿por qué me haces esa pregunta?
– Es que La Seño nos dijo que los niños y las niñas somos iguales, pero… yo no quiero ser igual a Juan. ¿Has visto que siempre nos vive molestando, diciendo malas palabras y encima le cuelgan los mocos de la nariz y se los limpia con la mano?
– Pero cariño! Lo que quiso decir la maestra es que existe igualdad entre los niños y las niñas…
Detrás de los hermosos e inocentes ojitos de Cecilia, que tenía en ese entonces un gesto de mayor contusión que antes, atisbé la pila de ropa para planchar a punto de desmoronarse desde la silla y la figura de su padre totalmente desparramado en el sofá, con los pies sobre la mesita ratona y la atención absorta en la pantalla del televisor viendo el partido a todo volumen.
Volví a mirar el rostro todavía expectante de mi hija, pero el instinto de madre me llevó a intentar no angustiarla más… al fin y al cabo creo todavía que es muy pequeñita para aclararle algunas cosas, entonces le dije:
– Es que… lo que intenta decir la seño… -sin embargo dudé- es que no importa si eres niño o niña en lo que se refiere a tus derechos, tus obligaciones, tus oportunidades…. Antes…, las mujeres teníamos muchos menos derechos que los hombres, no podíamos decidir, no podíamos trabajar, no podíamos manejar ni nuestro dinero y hasta algunas veces ni nuestro propio destino, sólo éramos respetadas si nos condicionábamos a lo que querían nuestros padres o maridos…
– ¿Pero éso ya no es así…, no es cierto Má? – preguntó con la boca fruncida y un gesto de gran preocupación.
– No…, claro que no -la tranquilicé-, y luego de algunos segundos de silencio, salió corriendo detrás del gato que se dirigía hacia el jardín.
Me quedé inmóvil, angustiada, más bien derrotada. Miré la hilera de ropa para planchar, sentí mi presencia solitaria e indefensa en la cocina, los platos todavía sin lavar en la bacha, la sartén chisporroteando con lo que sería la cena, mis manos pálidas y arrugadas motivo de las tareas de la casa, y antes de volver a abrir el grifo, y volver a «mis quehaceres diarios», me pregunté… cuál sería la edad adecuada para explicarle a mi adorada Cecilia, que los reyes magos… no existen.
(dc)