Todo pareciera converger siempre en una misma historia.
El futuro había llegado, los científicos controlados por las grandes corporaciones lograron tener a su alcance una tecnología que permitía un implante neuronal en los bebés que nacían destiados a la clase sometida, también llamada como los «works», que evolucionaba a medida que el niño iba creciendo y generaba una sensación de malestar, casi de dolor, al intentar tomar conocimientos.
Tal era la concepción de esta siniestra invención, que si el niño no aprendía hablar rápidamente, prácticamente a los 10 años de edad ya era prácticamente imposible aprender algo nuevo. Más vale que de esta manera la clase capitalista que dominaba el mundo descansaba tranquila al saber que las sociedades estaban compuestas en su mayoría por humanos con sólo las luces necesarias para cumplir apenas con aquellos trabajos que requerían sólo tareas de esfuerzo.
Si embargo hubo hace unos años un niño al cual por alguna extraña razón ese implante no tuvo efecto, por lo tanto, valiéndose del descuido de la clase pudiente y dominadora, y a la complicidad de un pequeño grupo de científicos que se habían mantenido al margen de dicha e injusta casta social, logró estudiar, y gracias a su particular genialidad, pudo descubrir una droga que neutralizaba el efecto del malicioso implante y recuperaba en las personas las ansias de aprender y poder ser entonces mucho más felices y capaces.
Gracias a él la historia tendría a partir de esos días nuevamente un gran giro social.
Inocentemente su madre al nacer le había puesto como nombre Jesús…
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Daniel Calcagni