Parmenión fue un noble macedonio nacido en el 400 a. C. en Ecbatana, región poblada en ese entonces por los medos entre el mar Caspio y los ríos de Mesopotamia, y que al servicio de Filipo II primero y de su hijo Alejandro Magno después fue un destacadísimo general
Durante el reinado de Filipo II obtuvo una gran victoria sobre los ilirios, en 356 a.C y miembro de la delegación macedonia enviada para negociar la paz con Atenas en 346 a.C., posteriormente fue destinado al mando de un ejército a Eubea, para asegurar la influencia macedónica, en el año 342 a.C.
En 336 a.C. dirigió, junto con Amintas y Átalo, un ejército de 10.000 hombres destinado a la conquista de Asia. Se erigió como segundo al mando del ejército de Alejandro Magno cuando éste ascendió al trono tras la muerte de su padre Filipo II y lideró el ala izquierda en las batallas del Gránico, Isso y Gaugamela.
Fue padre de tres hijos, Héctor que murió de muy jovencito en un desgraciado accidente, Nicanor que llegó a ser también un destacado guerrero pero una enfermedad terminó tempranemente con su vida y de Filotas quien fue condenado por la asamblea de macedonios libres y ejecutado después por formar parte de una conspiración para acabar con la vida del mismo Alejandro Magno. La costumbre de la época en Macedonia era también matar a todos los parientes varones del culpable, por lo que Alejandro Magno envió órdenes a Ecbatana, en Media, para que asesinaran también a Parmenión, y aunque no existían pruebas de que él estuviera implicado en la conspiración. no tuvo la oportunidad de defenderse y falleció el 330 a. C.
Valerio Massimo Manfredi, arqueólogo y escritor italiano, conocido principalmente por sus novelas históricas sobre el mundo antiguo relata en una famosa trilogía la vida de un hombre implacable que luchó por un poderoso sueño: convertir el mundo conocido en una sola nación bajo su mando. En ellos cuenta la conquista de Asia por el gran Alejandro Magno. Él y sus hombres derrotan al poderoso Darío, rey de los persas, avanzando hasta Egipto, donde el oráculo de Amón le revela su origen divino y su destino de gloria inmortal. Aléxandros no es solo el relato de una vida excepcional, es también la historia de Filipo, padre de Alejandro, que fue asesinado misteriosamente y nunca fue vengado, así como de su madre Olimpia. Y es, además, la historia de amor de Alejandro y Roxana, única mujer que podrá salvarlo de la terrible soledad que padece.
Pude recortar el fragmento donde describe el accidente de su hijo menor y el posterior diálogo que Parmenión tiene con su rey, Alejandro Magno al recibir por parte de éste las condolencias. De allí sale una famosa frase que muchos citamos a diario.
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<< Alejandro hizo construir dos puentes de barcas para hacer pasar al ejército a la orilla oriental del Nilo. Se volvió a reunir allí con los soldados y los oficiales que había dejado defendiendo el país y, tras comprobar que se habían comportado como es debido, les confirmó en sus cargos subdividiéndolos para que el poder sobre aquel riquísimo país no estuviera concentrado en manos de una única persona.
Pero estaba escrito que aquellos días en los que Egipto lo acogía de vuelta del santuario de Amón, honrándole como a un dios y coronándole faraón, resultaran funestos por unos tristes acontecimientos. Tenía ante sus ojos casi a diario la desesperación de Barsine, pero una desgracia mayor aún les amenazaba. Parmenión tenía otros dos hijos aparte de Filotas: Nicanor, oficial en un escuadrón de hetairoi, y Héctor, un muchacho de diecinueve años muy querido por el general. Excitado al ver atravesar el río al ejército, Héctor decidió subir a una embarcación egipcia de papiro para disfrutar del espectáculo desde el centro de la corriente. También él, por una cierta vanidad juvenil, se había equipado con una pesada armadura y un llamativo manto de gala y se había erguido en popa, donde todos pudieran admirarle.
Pero de pronto la barca chocó contra algo, acaso contra el lomo de un hipopótamo que emergía en aquel momento a la superficie, y se desequilibró fuertemente. El muchacho cayó al agua y desapareció de inmediato, arrastrado bajo el peso de la armadura, de las ropas y del manto empapados.
Los remeras egipcios de la barca se zambulleron sin perder un instante y otro tanto hicieron no pocos jóvenes macedonios y su hermano Nicanor, que habían asistido al accidente, desafiando el peligro de los remolinos y las fauces de los cocodrilos, más bien numerosos por aquella parte, pero todo fue en vano. Parmenión asistió impotente a la tragedia desde la ribera oriental del rio, en donde vigilaba el ordenado paso del ejército.
Alejandro le vio desaparecer poco después y dio la orden a los marinos fenicios y chipriotas de tratar de recuperar al menos el cadáver del joven, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Aquella misma tarde, al cabo de horas y horas de afanosa búsqueda en la que tomó parte personalmente, e] rey fue a visitar al viejo general petrificado por el dolor.
– cómo está? – preguntó a Filotas, que estaba de pie fuera de la tienda como un guardián de la soledad de su padre.
El amigo sacudió la cabeza con desconsuelo.
Parmenión estaba sentado en el suelo, a oscuras, en silencio, y tan solo su cabeza blanca destacaba en la oscuridad. Alejandro notó que le temblaban las piernas; sintiço una profunda compasiçon por aquel hombre valeroso y lea] que tantas veces le había irritado con sus exhortaciones a la prudencia, con el recuerdo insistente de la grandeza de su padre. En aquel momento le pareció semejante a un roble centenario que ha desafiado durante años y años las tempestades y los huracanes y que un rayo quiebra de pronto.
– Es una visita muy triste la que te hago, general – comenzó diciendo con voz insegura y, mientras le miraba, no podía evitar que resonase en su mente la cantinela que estaba acostumbrado a cantar cuando le veía llegar, con los cabellos ya canos, al Consejo de guerra de su padre:
i EI viejo soldado que va a la guerra cae por tierra, cae por tierra !
Parmenión se puso en pie casi automáticamente al oír la voz de su rey y consiguió articular, con voz quebrada:
– Te agradezco que hayas venido, señor.
– Hemos hecho lo imposible, general, para encontrar el cuerpo de tu hijo. Le habría rendido los más grandes honores, habría… habría dado cualquier cosa con tal de…
– Lo sé – repuso Parmenión-. Dice el proverbio que ”en tiempo de paz los hijos entierran a sus padres, mientras que en tiempo de guerra son los padres los que entierran a sus hijos”, pero yo siempre había esperado que esta angustia me fuera ahorrada. Siempre esperé que me tocara a mí la primera flecha o el primer mandoble. Y en cambio…
– Ha sido una terrible fatalidad, general – dijo Alejandro. Mientras tanto sus ojos se habían habituado a la oscuridad de la tienda y pudo distinguir el semblante de Parmenión desfigurado a causa del dolor. Parecía haber envejecido diez años en un solo instante: los ojos enrojecidos, la piel reseca y arrugada, el cabello revuelto; ni siquiera después de las más duras batallas le había visto así.
– Si hubiese caído… –dijo-, si hubiese caído combatiendo con la espada en la mano me habría dicho al menos que somos soldados. Pero así… así… ¡Ahogado en ese río fangoso, despedazado y devorado por esos monstruos! ¡Oh dioses, dioses del cielo!, ¿por qué? ¿Por qué?
Se tapó la cara con las manos y estalló en un llanto largo y lúgubre que rompía el corazón.
Ante aquel sufrimiento, Alejandro no encontró ya palabras. Únicamente consiguió murmurar:
– Estoy desolado. estoy desolado.
Y salió saludando a Filotas con una mirada llena de espanto. También el otro hermano, Nicanor, llegaba en aquel momento, desfigurado asimismo por el dolor y la fatiga, empapado y sucio aún de barro. >>