«Yo viví en Bariloche dos años. Todo el tiempo me preguntaban si era «NYC» (Nacida y criada). Se ve que es una información importante para cierta gente.Yo los miraba, blancos, erguidos, pelo fino, manos tersas y contestaba que no, que soy porteña y que los verdaderos NYCs, en todo caso, eran los mapuches, los verdaderos dueños de esas tierras, y que me dejaran de preguntar tonterías. En fin…
Uno de los tantos bares en los que trabajé quedaba en Villa Los Coihues, a orilla del lago Gutierrez. Gente de mucho dinero que además tenían una hostería en la base del Cerro Catedral. Me vino a la memoria justo éso mientras miraba en un programa de televisión al periodista Jorge Lanata intentando denigrar al señor Fernando Jones Huala, burlándose de sus dichos y subestimándolo por su descendencia mapuche, como para muchos es costumbre.
Y recordé el bar, recordé el cesped perfectamente cortado, las mesitas, el lago. Recordé que la orilla es pública y recordé también aquel día de enero porque es cuando entendí en carne propia como son algunas cosas .
Eran las diez de la mañana, no había nadie, yo apenas tenía cinco pesos y monedas porque unos simpáticos holandeses me habían dejado el vuelto. Limpié la mesa, llevé los vasos adentro y en la barra me encontré con la cara desfigurada de la dueña. «Sacamelos YA de acá», me dijo. No entendí nada, pero me di vuelta y los vi.
«Sacalos, sacalos» repetía ella como si la peste nos hubiera invadido. Yo todo lo que alcanzaba a ver desde adentro era un hombre, de espaldas, sentado en el cesped en la orilla del lago con un niño, de espaldas también. Ambos mirando el cielo.
«Deciles que acá no, y si quieren tomar algo, lo que sea, les decís que sólo aceptamos dólares».
Me acerqué temblando, literalmente de vergüenza y ya no era una espalda, o dos, eran un hombre y un niñito. El adulto tenía los ojos negros, la bincha marrón, tejida con un colorido dibujo muy hermoso y el niño casi igual, los mismos ojos, la misma bincha, pero con una carita llena de inocencia. Sin embargo el padre no parecía tenerla.
Creo que el niño me saludó en su lengua, pues realmente no lo entendí, pero cuando el padre me miró fijo no pude evitar ponerme a llorar. Si bien dijo algo en mapuche, yo le expliqué como pude que lamentaba muchísimo no entenderle lo que me estaba diciendo.
Ahí fue cuando en un perfecto español, muy tranquilo y con un tono más que pausado me dijo :
«Yo tuve que aprender tu lengua en mi propia tierra, pero no te preocupes, ya sé a lo que venís. Decile a la señora que este pasto también es mío, como de mi hijo, lo es este cielo y todo lo que vemos alrededor y que no nos vamos a levantar.»
Me di vuelta. Volví al bar. La dueña estaba roja, rojísima de rabia.
«¿Qué pasa? ¿Se te retobó el indio éste?»
Me acuerdo que me toqué los cinco pesos que tenía en el bolsillo, mi único capital, y me acuerdo también que pensé que si me iba no pasaba nada, que al día siguiente conseguiría otra cosa, pero si perdía mi dignidad podría no encontrarla nunca más… no podía perderla a los veintipico en un bar de mierda, con gente de mierda.
Pensé en mi papá ¿Qué haría Pepe? Supongo que pensar en tus maestros te da fuerzas cuando la vida te toma lección. Yo tenía miedo, me sentía totalmente desubicada, no tenía un mango y si bien ya tenía pagado el alquiler, sólo contaba con lo que había hecho de propina en la semana. Para colmo pensaba que mi perrita ya no tenía más comida y eso me estaba atormentando.
Sin embargo me pareció escuchar a mi viejo susurrarme: «No pasa nada negrita»
La dueña se puso más nerviosa aún debido a mi silencio y casi gritando, sus palabras fueron:
«¿Qué pasa? ¿Qué te dijo este negro de mierda? ¿Qué es lo que te puso así? Hablá nena !!!».
Levanté la vista, la miré, me sequé a propósito los mocos con una servilleta de las de tela, y le conteste:
«Dice que esta tierra también es suya y de su hijo y como cree no estar molestando, allí se va a quedar»
La dueña del bar redobló sus órdenes:
«Bueno, mirá querida, o los sacás a patadas como te pedí o te vas a la mierda vos y el mapuche»
Era tanto el dolor que me hacía sentir la situación que no pude siquiera sacar fuerzas para defenderme, me di vuelta y me acerqué a la orilla del lago a pedirle perdón al señor con su hijito. Aunque no sabía en realidad bien porqué lo hacía, sentí que por todos nosotros debía disculparme:
«Perdónennos, por favor perdónennos» le repetí llorando.
El hombre un poco conmovido me agarró la mano y nos fuimos los tres. La dueña me seguía gritando desde adentro, pero una tierna caricia del nene en mi rostro logró no sólo que no la escuchara más, sino confirmar que había tomado la única decisión que hubiera podido tomar… la correcta.
Pensé más tranquila entonces… «La puta… que hay gente de mierda»
Caminamos en silencio hasta la ruta, hoy ni me acuerdo bien el camino que tomamos, estaba todavía en trance. Si me acuerdo que aparecimos en el cruce del km 8 de la ruta que va al Nahuel Huapi. Fue cuando el niño me abrazó y me dió un beso, el padre me dió la mano y con un «Gracias por ser lo bella persona que eres» me hizo sentir que no todo está perdido.
A ese bar no volví nunca más, sin embargo siempre me pregunto ¿qué habrá sido de ellos…?»
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Algunos se preguntaran:
¿Será una historia real?
¿Existirá la protagonista?
Yo les digo:
Que más da…
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La pintura es del pintor mexicano Alfredo Rodríguez, por lejos mi artista preferido.