El juego de la vida…

Llegado casi el fin del curso, al profesor de filosofía de una clase de más o menos 50 alumnos, se le ocurrió hacerles hacer un juego a todos ellos. Les dijo que desparramadas por el suelo de toda el aula, como muy bien las podían ver, se encontraban una pelotitas de múltiples colores y que cada una de ellas tenía inscripto sus respectivos nombres y apellidos.

El juego consistiría en encontrar cada uno la suya en al menos 60 segundos. Quienes las encuentren tendrían un muy valioso premio pero quienes no lo hicieran, por perder, tendrían un castigo. Y les dijo una cosa más, que dentro de las reglas de la no violencia… todo estaba permitido.Más vale que al instante de dar el “Comienza el juego”, todos se “tiraron de cabeza” hacia las pelotitas generando un gran avasallamiento e intentando cada uno encontrar la suya.

Mientras los alumnos lo más rápidamente que podían las iban tomando, a medida que comprobaban que no eran las que les correspondían las volvían a tirar al suelo, reproduciendo cada vez más desorden y ocasionando evidentemente un mayor descontrol. Claro estaba que cada vez era más difícil encontrar la que los llevaría a hacerse posesión del, hasta ese momento, desconocido premio.Pasados los 60 segundos y luego de sonar la señal de la finalización del tiempo, solo unos muy poquitos habían tenido la suerte o la oportunidad de encontrar la pelotita con su nombre. Casi la mayoría se encontraban con las manos vacías y con ánimo de derrota, apenados por no haber podido alcanzar el objetivo del juego.

No contento con el desenvolvimiento del mismo, el profesor les dijo que les daría una nueva oportunidad, pero ahora con una pequeñita sugerencia; una que bien podría hacer la diferencia. Como ya todos se conocían muy bien por haber estado juntos desde principios de año, al tomar la primera pelota y leer el nombre que en ella estaba escrito, en lugar de descartarla y seguir buscando la propia, se la llevarían a quien le correspondiera. Hubo algunos de los alumnos que se miraron entre sí como preguntándose donde está entonces la gracia del juego… pero confiando en el excelente profesor que todos sabían que en realidad tenían, se prestaron a intentarlo nuevamente pero ahora con formalidad propuesta.

Fue así que una vez largado de nuevo el juego, a los muy pocos segundos todos ya tenían en sus manos la pelota que les correspondía y lucían contentos por sentirse ganadores, casi sin haber hecho esfuerzo alguno.

El profesor entonces les dijo:

Queridos míos, el juego que les hice practicar hoy es muy similar al mismísmo “juego de la vida”, y el premio en realidad no es otro que el poder alcanzar la Felicidad. Uno a veces se concentra tanto en buscar su propia Felicidad que no se da cuenta que ayudar a los demás es el camino más seguro de encontrar la suya. No se encierren en sus necesidades, o en tratar de que sólo sus sueños y deseos fueran los que se cumplan. En ayudar a los demás a encontrarla, más vale en todo lo que esté a nuestro alcance, está el secreto de poder alcanzar sin esfuerzo y mucho antes de lo previsto la tan ansiada Felicidad propia.

Como les dije al empezar la charla, en este juego todo está permitido, nadie les va a imponer como deben actuar o que deben hacer, mucho menos lo hará este simple y viejo profesor, pero quiero que cada uno de ustedes piense en la posible desilusión que les ocasionará el no poder ganarlo… y que además, no siempre tendrán la oportunidad que les dio quien les habla: “la de poder volver a jugarlo, una y otra vez”

(dc)

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Pablo neruda en Estocolmo.

Discurso de Estocolmo pronunciado por Pablo Neruda en la entrega del Premio Nobel de Literatura.

«Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones lejanas y antípodas. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros límites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta.

Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles, y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación.

No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien- el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino.

Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semiderribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión.

A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura.

A cada lado de la huella contemplé en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos túmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves.

También mis compañeros cortaron con sus machetes la ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos.

Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis piernas se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los vaqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa:

-¿Tuvo mucho miedo?

-Mucho. Creí que había llegado mi última hora -dije.

-Ibamos detrás de usted con el lazo en la mano -me respondieron.

-Ahí mismo -agregó uno de ellos- cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted.

Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. Mi cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, espléndido, el difícil camino.

Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de ríos y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje.

Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado, y mayor condición de sagrada tuvo aún la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto.

Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aun en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo.

Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos.

Entramos a uno de ellos y vimos, al claror de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo un humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas.

Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y de la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre.
¿O lo conocían, nos conocían?
El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.

Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornada que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando.

Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese «nada más», en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños.

Señoras y Señores:

Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferente a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo.

En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza.

Y pienso con no menor fe que todo está sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía- en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde.

Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un río vertiginoso, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.

De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en su destino común.

En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos.

Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras.

El poeta no es un «pequeño dios». No, no es un «pequeño dios». No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. El cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria.

Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños.

Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía al anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos.

Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificación. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo.

Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como arte integral de nuestro deber.

Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de una tembladera de hojas, de barro, de nubes, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva.

En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación crítica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores- sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como truenos.

Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriagaba esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez esa sea la razón determinante de mi humilde caso individual; y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día.

Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmentos de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.

Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma; con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos.

Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales.

Heredamos la vida lacerada de pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante, pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe. Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanzas solitarias.

En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, ¿qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente Americano? ¿Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos.

Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía.

Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades).

Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera.

En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabadores, a los poetas que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia, dignidad a todos los hombres.

Así la poesía no habrá cantado en vano.»

Eternas discusiones.

La siguiente es una más de entre tantas charlas que hemos tenido entre nosotros tres. Y aunque muchos no logran percibirlo, somos tan distintos como distintivos.

– Estás totalmente loco si pensás en prestar toda esa plata. Con todo el esfuerzo que te costó juntarla, darla así, de una, es un verdadera locura!!! Vos estás mal!!!

= Vos cállate… No sabés nada!!! Si él quiere hacerlo, está bien, la plata va y viene, además es suya y puede hacer con ella lo que quiere. En el banco no beneficia a nadie, y convertirla en una ayudita para que sus seres más amados puedan tener su techo propio y formen una familia, parece ser una idea muchísima mejor.

– Ah!!! Claro!!! Ya tuviste que salir vos. Seguro él lo haría contento porque es una buena causa, sin embargo se tendría que sacar de la cabeza ese gran viaje que tanto sueña y del que tantas veces nos habló. Y ni hablar si lo llega a necesitar para otra cosa, es más, ni el auto va a poder cambiar si quisiera.

Yo sólo los escuchaba, pues ya estaba totalmente decidido y era lo que mi corazón dictaba. Sin embargo un «No discutan más!!!», me salió del alma. «El viaje es lo de menos, es un gasto volátil que se pulveriza en pocos días, y el auto que tengo es todavía nuevo y no tiene ningún problema», les dije como para que se callen un poco la boca.

= Tenés razón!!! Siempre estamos intentando hacerte tomar decisiones y en realidad no hacemos otra cosa que discutir entre nosotros, como si fueras un tonto. Pero no puedo dejar de decirte que me va a alegrar mucho que priorices el bienestar de tu familia, creo que no sólo es lo mejor que puedes hacer, sino que es lo que mayor felicidad te va a brindar.

– Está bien !!! Me callo, no digo más nada. Siempre es él el que se sale con la suya. Pero ese viaje siempre estuvo en tu cabeza y te lo vas a tener que olvidar para siempre. Y el coche nuevo… ése que te gusta tanto… jajaja, nunca más. Vos sabrás lo que vas hacer. -dirigiéndose a mí en clara alusión por mis futuras acciones-

«Muchachos!!! Estemos en paz…» -les dije yo- «No es que no los escuche, ni que uno o el otro tenga siempre la razón. Entiendo que ambos ven de una manera muy distinta la vida y créanme que los escucho a ambos. Si no fueran por ustedes… simplemente no sería quien soy» -y se hizo un silencio que denotaba una necesaria puesta de acuerdo, como para seguir con otro tema.

Es que sí, como les dije, somos muy distintos… pero están tan dentro mío que vivo confundiéndolos. Es que tanto ellos, como yo, solemos fundirnos en uno solo… Estas charlas de conciencia tienen eso… nos vivimos peleando, pero nos queremos… y aunque no lo crean, también nos necesitamos.

(dc)

No fue un día más…

Fue ese día que me di cuenta que un montón de cosas que creía absolutas… no lo eran tanto…

Vivíamos frente a una villa y mis padres me tenían no sólo prohibido acercarme a ella, sino que eran muy insistentes en que no tenía que hablar con ninguno de los que allí vivían. También que debería intentar escaparme de cualquier situación en donde estuvieran involucrados algunos de sus habitantes.

«Allí son todos malos y delincuentes» me habían llegado a forjar a fuego en la cabeza… Y más vale que llegué a tenerles mucho miedo.

En ese entonces yo tenía 13 años, y si bien todavía era una niña, ya empezaba a querer vestirme como una señorita y en lo posible con ropa de marca, pues evitaba de esa manera al menos las cargadas de mis compañeras de colegio, que ya bastante discriminada me hacían sentir por llegar al colegio en colectivo, cuando la mayoría de ellas eran alcanzadas a la institución en lujosos autos.

Quizás ese era el motivo por el cual a las tardes, después de estudiar y hacer los deberes, mis padres me dejaban ayudarlos en la heladería que tenía mi familia y que antiguamente había pertenecido a mis abuelos. No era mucho lo que podían pagarme, pero para comprarme alguna que otra prenda solía alcanzarme.

Recuerdo muy bien esa cálida tarde en la que habíamos sacado todas las mesitas a la vereda y yo me prestaba a servir a los clientes que querían disfrutar de nuestros ricos helados sentados con vista a la plaza del barrio que se encontraba justo frente a nuestro antiguo local.

En un momento vi que un chico de más o menos mi edad, bastante mal vestido, desarreglado y con las zapatillas rotas, se sienta en una de las sillas de las poquitas mesas que quedaban aún desocupadas y me empieza a seguir con la mirada como haciéndome notar que quería ser atendido.

Supe casi al instante que se trataba de uno de los muchachos que viven en la villa frente a casa, y en realidad me costó varios segundos determinar cual era la manera más correcta de actuar. Echarlo o animarme a preguntarle que necesitaba. Pero como estaba solo, tranquilo y en una postura que lo demostraba muy pacífico, se me dio por ir a atenderlo y saber que es lo que lo había llevado a sentarse en nuestra heladería.

– Hola !!! Necesitas algo? -luego de acercarme, le pregunté-

– Hola, sí !!! En realidad me hice una changuita cortándole el césped a un vecino y me gustaría tomarme un helado. ¿Me podrías decir cuánto vale el más barato?

La verdad es que me hizo sentir desorientada y hasta un poco conmovida por el tono que había utilizado para dirigirse a mí. Fue muy distinto al que hubiera imaginado tendría que haber sido…, había sonado absolutamente dulce y cordial. Hasta creo que debido al modo que tuvo al hacerme la pregunta, no solo me habría relajado, sino que de seguro la expresión en mi rostro a partir de ese instante se habría puesto mucho más amigable. Le respondí:

– Los vasitos más chiquitos con dos gustos salen noventa pesos.

Luego de mirarme muy fijo a los ojos, comenzó a sacar billetes arrugados del bolsillo y a balbucear como si estuviera haciendo cuentas. Luego de unos instantes se volvió a dirigir a mí y me dijo:

– Y uno igual al que está dibujado en la vidriera, ¿Cuánto sale?

– Ah !!! Ese tiene un baño de chocolate. Sale veinte pesos más. -le contesté-

Volvió a meter la mano en el bolsillo, bien hasta el fondo por lo que pude presenciar, y si bien me pareció que aún tenía un billete más, me dijo:

– Uy !!! Que lástima!!! Creo que no me va a alcanzar. Se ve delicioso!!! Pero no importa, será otro día, también debe ser muy rico sin el chocolate. Hoy voy a pedir el de noventa pesos. De dulce de leche y frutiilla. ¿puede ser?

Estuve a punto de ir directamente a buscarle el pedido, pero no pude dejar de pensar en lo que siempre me alertaban mis padres, y a pesar de que algo en mí me decía que en esta ocasión no hacía falta, para evitar un posible castigo, le pedí si no me podía pagar por adelantado.

– Sí, sí. Como no!!! -me dijo- Creo que si conté bien, justo hay noventa pesos sobre la mesa. -y tomando uno a uno los billetes, los fue contando hasta dárme bien acomodaditos los noventa pesos-

No tarde mucho en llevarle el pedido. Recuerdo que me había esmerado en servírselo lo más abundante que pude.

Mientras observaba lo despacito que lo consumía y como lo disfrutaba, pensaba lo raro que me había hecho sentir el hecho de cuan distinta había sido la experiencia de haberlo atendido, si la comparaba con la que me hubiera podido imaginar tendría que haber sido… Me preguntaba cuántas de mis presunciones podrían entonces estar muy cruelmente implantadas.

Pero mi mayor sorpresa ese día se dio cuando me disponía a limpiar la mesa en la que se había desarrollado esa experiencia que me iba a terminar marcando para toda la vida. Pude encontrar muy bien acomodadito, debajo del vasito en donde solemos servir el agua, como propina un billete de veinte pesos. Era ese mismo billete que me había parecido haberle visto en el bolsillo de su desgastado y roto pantalón.

(dc)

El valor de las personas…

No es la altura, ni el peso, ni la belleza, ni un título, ni mucho menos el dinero lo que convierte a una persona en grande… sin ninguna duda lo es su honestidad, su decencia, su amabilidad y respeto por los sentimientos e intereses de los demás.

Una persona es grande cuando habla de frente y vive de acuerdo con lo que piensa, cuando trata con cariño y respeto a los demás, siempre mirando a los ojos, como desnudando su alma, y sonriendo aunque algo duela, como invitando a disfrutar de la vida.

Una persona es grande cuando puede comprender, cuando puede colocarse en el lugar del otro, cuando no obra de acuerdo con lo que esperan de ella, sino simplemente en función de lo que sólo espera de si misma.

Una persona es grande cuando lo que menos le importa… es llegar a serlo.

Algunas personas tienen valor, otras… lamentablemente sólo tienen precio.

El profesor.

Cuenta una historia que una vez un joven se acerca a un anciano que encuentra a su paso y muy emocionado le dice:

– Buenas tardes mi querido profesor !!! ¿Se acuerda de mí?

El hombre luego de unos instantes de intentar reconocerlo, le dice que lamenta mucho no recordarlo, que los años no vienen solos…

El joven le dice entonces que no se preocupe, que fue su alumno cuando era chico y que le sería imposible olvidarlo.

Asombrado el profesor e intentando nuevamente hacer memoria, le da las gracias y le pregunta:

– Es un verdadero honor para mí que me recuerde. ¿Qué es de su vida? ¿A qué se dedica?

Al que el joven le contesta:

– Como no podía ser de otra manera, me he convertido en Profesor, como usted.

– Ah, que bueno .Como lo he sido yo por tantos hermosos años. -con mucho orgullo le dijo el anciano-

– Pues, sí. Y de hecho, me convertí en profesor porque en realidad usted me inspiró a serlo.

El anciano, curioso por los dichos del joven, le pregunta el porqué de tal decisión y cual fue el momento, si es que lo hubo, que lo había inspirado tan fuertemente a estudiar para tener tan loable profesión.

El joven le cuenta la siguiente historia:

– “Un día un compañerito del aula, también alumno suyo, llegó con un nuevo y hermoso reloj y como esas cosas de niño que uno hace sin pensar, decidí que tenía que ser mío y se lo robé. Sí, sin que se diera cuenta por un lado y sin que yo midiera las consecuencias por el otro, muy delicadamente se lo saqué de su bolsillo. Poco después, mi amigo al notar que ya no lo tenía, de inmediato denunció el robo a nuestro querido profesor, que no era otro que usted.

Usted se dirigió a la clase y luego de comentarnos lo sucedido, nos dijo que ese tipo de acciones no estaban bien y que quien lo hubiera hecho debería arrepentirse y devolver el reloj inmediatamente. Pero que para que su verdadero dueño lo pudiera recuperar, haríamos lo siguiente: cerraríamos la puerta, todos nos pondríamos de pie con los ojos cerrados, y usted uno por uno, buscaría en nuestros bolsillos hasta encontrar el reloj. Pero nos pidió muy encarecidamente que mantengamos los ojos cerrados y que no los abriéramos hasta que no terminara el recorrido por todos nosotros.

Así lo hicimos, y usted fue muy lentamente de bolsillo en bolsillo, uno a uno pasando por cada uno de nosotros. Cuando llegó al mío encontró el reloj y lo tomó, pero muy extrañamente para mí, continuó buscando en los bolsillos de todos los que faltaban, y recién cuando terminó, dijo:

– «Abran los ojos. Ya tenemos el reloj».

Usted en aquel momento no me dijo nada, ni nunca más mencionó el que para mí había sido un terrible episodio. Tampoco le dijo nunca a nadie quién había sido el autor de ese penoso robo.

Ese día, usted salvó mi dignidad para siempre. Fue el día más vergonzoso de mi vida, pero también fue el día de una gran lección, el día en que mi dignidad se habría salvado y no me convertía en un ladrón de por vida. Usted nunca me dijo nada, y aunque no me regañó, ni me llamó la atención para darme una lección moral, yo recibí el mensaje muy claramente y la mejor enseñanza de mi vida.

Gracias a usted entendí que esto es lo que debe hacer un verdadero educador. Dejar simplemente que uno aprenda…

¿Se acuerda de ese episodio, Profesor?

El sabio profesor, apoyando sus viejas manos sobre los hombros de su antiguo alumno, con alguna que otra lágrima en los ojos y con la voz un tanto entrecortada le dice:

– «Yo recuerdo perfectamente esa situación y recuerdo el reloj robado, también que busqué en cada uno de los bolsillos, pero me sería imposible recordar quien lo había tomado, pues yo también tenía los ojos cerrados mientras lo buscaba.»

****

Y es que así debe ser… Esa es la esencia de la decencia y la docencia.

«Si para corregir necesitas humillar… simplemente, no sabes enseñar.»

(dc)

Una noche más.

«Hacía frío, la densa neblina parecía comenzar a convertirse en una muy fina lluvia y la tarde ya estaba empezando a confundirse con la noche, pero no podía irme de allí. Don Pepe ya estaba por cerrar su carnicería y casi siempre tiene algo para mí. Mirando las persianas esperé inmóvil por varios minutos, pero noté al ver la expresión de su rostro, cuando tristemente se dio cuenta de mi inmutable espera, que nada habría para hoy.

Se me ocurrió entonces ir a lo de Tito, estaba a pocas cuadras y a veces encontraba en su tacho de residuos algunas deliciosas sobras. Uf !!! Tuve que ir corriendo, pues me topé con los mismos chicos tontos de siempre que no tienen nada mejor que hacer que correrme y tirarme piedras; nunca voy a entender que ganan ni que es lo que esperan, soy muy chiquitito y por más valiente que me quiera hacer, ellos son muchos más grandes y fuertes que yo. Siempre pude zafarme hasta ahora, pero me da escalofríos pensar que sería de mí si algún día me llegaran a alcanzar.

En lo de Tito apenas pude encontrar algunos panecillos duros, pero igual vinieron bien, algo sólido entró por fin en mi panza. ¡Cuánta felicidad he perdido! ¿Qué habré hecho mal…? Por más vueltas que le de… abandonado es la palabra. Pienso en ellos y los extraño, nunca dejaré de amarlos… es sólo que no lo entiendo.

Bueno… ya la noche me pide ponerle fin al día de hoy, quizás el dormir me quite el dolor de hambre que tengo…»

Mientras se dirigía a su triste refugio, que no era otra cosa que un viejo caño de cemento en los terrenos de la antigua estación de tren, vio entre las oscuras nubes que cubrían casi a todo el cielo, un pequeño huequito por donde apenas se podía asomar la Luna, y no pudo evitar ladrar de bronca con todas sus fuerzas… aunque muy bien sabía que era totalmente inútil, no lo iban a poder escuchar.

(dc)

Estoy aquí.

– Muy buenos días doña Carmen. -dije yo-

– Buenos días joven. -sentada en un antiguo banco del hermoso parque me respondía la anciana-

– ¿Qué hace aquí sentada solita con este frío? Se va a quedar congelada. ¿Por qué no va usted adentro que está más calentito?

– Es que estoy esperando a mi hijo. No sé porqué tarda tanto. Se fue a comprar algo hace un rato, pero se ve que está tardando demasiado. – mientras miraba el reloj, con la más dulce de las vocecitas me contestaba un tanto preocupada-

– No se preocupe, seguro que no tardará. En estos días todo el mundo está de compras. ¿Le importa si le hago compañía?

– Gracias, es usted muy amable. Pero no tiene porqué molestarse. Seguro que tiene muchas cosas más importantes que hacer que acompañar a una viejita como yo. Hasta imagino que quizás alguna moza afortunada lo debe estar esperando…

– No es para mí ninguna molestia, se lo aseguro. -le dije- Me sentaré a su lado y lo esperaremos…

Y como casi todas las mañanas lo venía hacíendo, me senté junto a mi anciana madre y juntos esperamos a ese hijo que jamás había estado tan cerca…

Un cuento… sólo éso.

Cuenta la historia que existían dos pueblos separados por un estrecho riachuelo y que estaban muy enemistados entre sí.
En uno de ellos vivían mayoritariamente gente buena, humilde, trabajadora, donde sólo la inocencia tenía cabida y tan así era que quienes los representaban solían aprovecharse de ello, y en pos de sus propias malas intenciones y de un gran anhelo de riquezas, hacían de la inocencia y desprotección de sus representados el gran e inusitado poder que por décadas pudieron ir obteniendo.
En el otro pueblo en cambio, la mayor parte de sus ciudadanos creían ser instruidos, sagaces, hábiles para las negociaciones y porque no, basadas en sus propios modos de vida, hasta se habrían convertido en algo egoístas. Muy claramente los que llevaban adelante a esta sociedad, al contrario del otro pueblo, eran títeres con cara de buenos, presencia un poco tonta y hasta con apariencia de algo débiles, y eran escogidos adrede por el máximo poder de esa gran urbe, el cual estaba constituido por gente malvada que siempre intentaban mantenerse ocultos y que nunca mostraban sus rostros simplemente para poder seguir perpetuándose en lo que ellos perfectamente sabían era el verdadero poder.
Un día entraron en plena disputa los líderes de ambos pueblos con la finalidad de constituir una gran Nación, y los «cara de buenos» no hacían otra cosa que criticar a los malvados del pueblo vecino por sus malas acciones y estos últimos sin poder defenderse de sus intrínsecas intenciones no podian más que intentar desenmascarar la situación que llevaba a los cara de buenos al poder…
Cuenta la historia que una vez «fundidos en una única Nacion», por más que los integrantes de uno de esos grupos pudo llegar al poder en primera instancia y luego lo hicieron los otros, y después nuevamente los primeros…, y nuevamente a posteriori lo hicieron sus opositores…, y en una desgastante odisea fueron intercalándose por siempre los unos y los otros, el pueblo siempre ha sabido que ninguno de ellos, absolutamente ninguno, habría podido realmente beneficiarlo y lo peor… nunca lo podrían hacer.
Los cuentos… cuentos son!!!
(dc)

El mono que quiso…

En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.

Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer más a sus semejantes, y se aplicó a visitarlos a todos, ir a los cocteles, a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.

Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.

No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.

Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.

Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.

Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.

Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.

Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.

Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.

En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto”.

Augusto Monterroso.

Un viaje de vida…

Todos hemos tenido en algún momento de nuestras vidas alguna de esas vivencias absolutamente inesperadas que nos marcan un antes y un después, de ésas que sin esperarla nos enseñan que siempre podemos estar equivocados en lo que creemos o bien en lo que pensamos.

Recuerdo ese día que tenía que llevarle unos apuntes a un amigo de la facultad que estaba enfermo, para lo cual había tomado el tren Belgrano Sur que me llevaba a Laferrere, donde él vivía.

Me llamó la atención durante el viaje la cantidad de changarines del Mercado Central que subían, como también nenes pidiendo y los que parecían ser cartoneros y limpiavidrios ocasionales.

En una estación intermedia subió un «chabón» tipo Chizzo de La Renga, con un enorme tatuaje de Cristo en un brazo y una colorida serpiente en el otro, que por lo alto de su voz, no pudo más que ser el centro de atención de todos los que estamos a su alrededor en ese vagón.

– “Ey, ey, gatos!!! Hoy no se van a salvar de mí, eh !!! Rollin’ Estones a pleno!!!”.

Le manguea una seca a unos pibitos que estaban fumando medio escondidos en un rincón y sigue:

– “A ver, a ver !!! Que vengan los cobanis nomás al furgón, que hoy el que manda es el Gasolero!!!”.

Saluda a dos pibas que se estaban por bajar en Lugano y le grita algo a un tipo trajeado que subía y que en realidad no pude distinguir bien si se trataba de una amenaza o un saludo efusivo. De repente se para justo adelante mío, me mira fijo y me pregunta:

– “¿Y vos qué estás leyendo?”.

Yo, que estaba apoyado sobre una puerta que no abría, por ese prurito imbécil, debido acaso a esa condescendencia clasemediera que encubre un cierto gorilismo aprendido sin que uno lo quiera por el medio en que le tocó vivir, casi tartamudeando le digo:

– “No… eh… nada, un libro de historia…”.

Me dio cosa, en ese momento y en ese ámbito, decir “Dostoievski”. Qué sé yo. De puro boludo culposo. El chabón se me acerca más, mira el libro, se queda pensando unos segundos y me dice:

– “¿Flaco, vos me estás tomando por pelotudo? Ésto no es un libro de historia, ¡esto es el ruso Dostoievski! Qué te pensás, que no conozco a Dostoievski? ‘Crimen y castigo’, ‘Los Hermanos Karamazov’, ‘Pobre gente’, ‘Las noches blancas’,… ¡Un zarpado! ¡Tremenda masa los rusos!”.

Me saca el libro, lee el título y bajando un cambio en su modo eufórico de expresarse y con un tono muchísimo más cordial, me dice:

– “Ah, capo, pero con éste me cagaste: ‘La aldea de Stepanchikovo’, no lo leí. ¿Qué tal está?”

Totalmente sorprendido como desconcertado le contesté:

– «No tan bueno como ‘Los hermanos Karamazov’, pero mucho más liviano.»

– «Cuando estaba encanutado me lo leí todo, chabón : Dostoievski, Tolstoi, Chéjov, Pushkin, Nikolái Gógol, Bukowski….. (se hace un silencio y me mira a los ojos) Jajajaja !!! ya sé, este último no es ruso, es un alemán que se hizo yanqui, te estaba probando…
Cuando volvíamos de la biblioteca, a los cobanis, cada dos por tres se les daba por cagarnos a palos. Nunca nos decían por qué…, pero se ve que les daba mucha bronca que leyéramos…
¿Sabías que el Dostoievski también estuvo preso en su Rusia?
Formaba parte del grupo intelectual liberal Círculo Petrashevski y lo encanutaron bajo el cargo de conspirar contra el zar Nicolás I y poner en peligro su ‘autocracia’.
El tipo en sus escritos exploraba mucho la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa de ese momento, así que te imaginarás…»

Respiró hondo y con un claro gesto de profundo pesar, continuó diciendo:

– «Ahora casi no tengo tiempo de leer… pero te juro que me encantaría.»

Cada vez más sorprendido, estupefacto diría yo, y con un tono de voz impregnada de compañerismo le pregunté:

– ¿Ahora qué hacés?

Volviendo al que creo era realmente su modo habitual de expresarse me contesta:

– «Soy… empresario independiente… jajajaja (la carcajada se debió haber escuchado desde la próxima estación). ¿Y sabes qué? No me va nada mal!!! No es lo que más me gusta… pero tengo puestitos de venta de frutas y verduras. No paro en todo el día, ni tengo sábados ni domingos para estar de lleno con mi piba y los chicos, pero… todo bien chabón!!!»

Mira por la ventanilla y como volviendo a su mundo, no muy convencido, balbucea:

– “Me bajo en la próxima, tengo que laburar”.

Me da la mano de una forma que me dejó percibir todos sus anhelos, sus carencias, sus incomodidades, su sufrimiento, su infelicidad, como si su historia se hubiera escabullido hacia mí a través de sus dedos, y justo antes de tirarse al andén de la estación le pega un último grito a sus compañeros del vagón.

– “Cuídenme a este guachín, es un buen pibe !!!!»

Y el silencio que provino después, nos separó para siempre.

Mi cabeza hizo «click» luego de ese día.

Y claro… Si tenés un tatuaje, hablás raro, a los gritos, o si tu aspecto no es muy formal que digamos, tenés que, «sí o sí», ser bruto, maleducado o malaprendido, violento y hasta porque no, delincuente. Porque si no lo sos… simplemente, desencajas…

Ojo !!! Que los desencanjados, en ésta o en cualquier otra historia… no seamos nosotros!!!

(dc)

Hubo un momento…

Hubo un momento en el que creías que la tristeza sería eterna, pero volviste a sorprenderte a ti mismo riendo sin parar.
Hubo un momento en el que dejaste de creer en el amor y luego apareció esa persona y no pudiste dejar de amarla cada día más.
Hubo un momento en el que la amistad parecía no existir y conociste a ese amigo que te hizo reír y llorar, en los mejores y en los peores momentos.
Hubo un momento en el que estabas seguro que la comunicación con alguien se había perdido y te sorprendiste gratamente al recibir ese mensaje.
Hubo un momento en el que una pelea prometía ser eterna, y sin embargo mucho antes de entristecerte para siempre terminó en un abrazo.
Hubo un momento en el que sentiste que simplemente no podrías hacer algo y hoy te sorprendes a ti mismo haciéndolo mejor que nadie.
Hubo un momento en el que creíste que nadie podía comprenderte y te quedaste sin palabras mientras alguien parecía leer tu corazón.
Así como hubo momentos en que la vida cambió en un instante, nunca olvides que aún habrá momentos en que lo imposible se tornará un sueño hecho realidad.
Nunca dejes de soñar, porque soñar es el principio del sueño hecho realidad.
Nunca dejes de tener esperanza, porque en ella… está el milagro de la vida.
***
El autor del texto es desconocido (en realidad me animé a modificarlo un poquito…). El del tema musical en cambio, es un verdadero y loco improvisado… (perdón por ello)

No se nace… se hace.

Está foto me deslumbró !!! Y habla por si sola…
«Uno no nace racista, muy desgraciadamente algunos se hacen…»
Cuando nos referimos al racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia, no hace falta subrayar, en qué medida se oponen unos y otras a la convivencia elementalmente humana. El artículo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 de Naciones Unidas así lo expresaba refiriéndose a todos los derechos básicos, incluido el de educación:
“Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Pero guiarnos solamente por esta declaración de la inhumanidad que contamina a toda discriminación, tiene limitaciones que no son pequeñas, especialmente cuando queremos detectar y prevenir la incidencia de la discriminación en el campo de la enseñanza o en cualquier otro. Y es que dicha declaración, como correspondía a la Asamblea de Naciones Unidas y al momento en que se aprobó, está redactada en un lenguaje jurídico y moral que no detalla los diversos modos de producirse y disfrazarse de las distintas clases de discriminación que ocurren en las escuelas.
La Declaración se mantiene en el alto nivel de la condena de lo intolerable, pero no intenta iluminar los procesos en los que se gesta ni las formas que revisten las conductas discriminadoras. Cuando queremos mirar más de cerca los hechos, otra dificultad sobreviene: la de las muchas mezclas e inexactitudes que nos hemos ido permitiendo al hablar de racismo y xenofobia en nuestras conversaciones cotidianas y también en las ref lexiones dirigidas a actuaciones y fines prácticos concretos. Y es que, tanto en las fuentes oficiales como en la conversación ordinaria usamos la palabra racismo a sabiendas de que no hay razas. Y del mismo modo se usa la palabra xenofobia a sabiendas de que no hay fobia al extranjero (fobia= temor patológico a algo, como en claustrofobia), sino precisamente lo contrario (hostilidad, rechazo u odio activo al extranjero).
En las conversaciones corrientes esto no tiene importancia, porque todos sabemos de qué hablamos. Pero sí la tiene cuando tratamos de detectar o prevenir la incidencia del racismo y la xenofobia, porque uno y otra tienen distintas causas y necesitan distintos remedios, el racismo obedece a dinámicas de grupos, la xenofobia a dinámicas de personalidad.
“Los más grandes y geniales genetistas han podido demostrar gracias a los grandes avances de biología que cuando se habla de raza, la misma no puede definirse sin arbitrariedad o ambigüedad. En otras palabras, no hay ninguna base científica para el concepto de «raza» y, consecuentemente, el racismo debe desaparecer.
Hoy se puede afirmar categórica, científica y muy naturalmente, que no hay razas, sin embargo y por desgracia de «muchos» (los más) ¡el racismo ciertamente existe!
(dc)

 

Cobrabilidades 2010-2020

Para los que se interesan en ver como fluctúa la cobrabilidad de impuestos según las épocas o gobiernos que nos han tocado, les dejo un estudio recién elaborado de cómo lo hace el impuesto municipal del ABL en nuestra ciudad de Villa Gesell. Es parte de mi trabajo diario realizar estos análisis para ver el comportamiento de la cobranza del organismo para el cual trabajo. Tener una cobrabilidad del 90% en cuotas de ejercicios anteriores demuestra dentro de todo un buen accionar de la misma en el intento de cobro de deuda.

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El cuadro en el Museo.

Otro día más, y a la misma hora, lo encontraba nuevamente sentado en el mismo banco del museo, apreciando, como siempre lo hacía, ese cuadro; ése que el mismo había pintado hace muchos años y que había donado, como a muchos otros, a esa entidad que él tanto quería.

Lo había decidido así, a pesar de estar casi en la ruina, porque siempre decía que si los vendía los perdería de vista y si se los guardaba para él, ya nadie los vería; así que además de su gran talento como artista plástico y de ser uno de los pintores más reconocidos de toda la ciudad, también tenía esos hermosos sentimientos que lo hacían tan él, tan querido por todos; sobre todo allí, en ese museo al cual no dejaba de visitar ni un sólo día.

Pasaba horas mirando ese mismo cuadro, no por egolatría, ni mucho menos por admiración a su obra, sino porque en él estaba ella, el amor de su vida, la mujer que el destino habría querido alejarla muy pronto de su lado y ahí, en esa pintura, habría quedado tal como la recordaba, recostada en el césped de ese florido paisaje, como mirando hacia fuera del mismo, esperando un milagro.

Cuántos años habían pasado… viejo, cansado, sin poder olvidarla ni por un sólo instante, y cumpliendo con el mayor deseo de todos los días, se pasaba muchas horas del día sentado en ese mismo lugar, como reservado para él, sólo… observándola.

Pero a partir de un día todo cambió, el viejo pintor dejó con su ausencia un irreparable vacío en el museo. Ya nadie se sentaba desde ese triste rincón a observar la pintura que él tanto atesoraba. Ésa en la cual, a partir de una mágica noche, la dama que en ella muy sola estaba, ya nunca más lo estaría, pues un joven y sonriente muchacho le sostenía su mano como para darle un suave y eterno beso…

Daniel Calcagni

Ten cuidado !!!

Si eres de esas personas que viven mirando el reloj cuando se encuentran en una situación aburrida, o esperando que pasen las horas para salir del trabajo, o contando los días hasta que por fin llegue el sábado, o simplemente deseando que pase el año para poder salir de vacaciones…

Ojo !!! Por favor, ten cuidado !!!

Que no se te pase la vida esperando ser feliz…


Siempre doy el mismo simple y tonto ejemplo:

Puedo estar triste, odioso y malhumorado porque me duele la rodilla…

… o feliz, alegre y agradecido porque el resto del cuerpo está muy sano y no me duele.

La decisión… está exclusivamente en uno.

¿No lo creen?

Feliz «HOY» a todos !!!

Dan.

Volver a nacer…

Corría desesperadamente hacia su casa y ya casi no le quedaba aliento. El miedo era tan incontenible que ninguno de los perturbados pensamientos que le podían aflorar, eran claros ni mucho menos precisos. Todo era desconcierto y frustración.
Cuando sólo le faltaban pocos pasos para llegar, lo terminó de derribar la idea de no encontrarlo, de que no estuviera allí… Todo acabaría para él. Sería el fin.

Debido a tantos nervios, apenas si pudo lograr abrir la puerta y con las pocas fuerzas que aún le restaban tenía que encontrarlo. Fue cuando lo vio, ahí tirado, exactamente donde su dislocada memoria por suerte le decía que podría estar… y una luz de esperanza se asomaba en su vida.

Respiró mucho más tranquilo y todo pareció volver a la normalidad recién cuando logró ver que el iconito verde en el celular que se había dejado olvidado minutos antes en el sillón del living de su casa, no tenía adherido ningún número que evidenciara que tenía mensajes sin leer…

(dc)

El tren.

Su tren ya estaba por partir, llovía y hacía frío. No quería asumir la diferencia entre el «no pudo llegar » y el «jamás pensó en venir». La atormentaba el hecho de comprender que el valor de tantos años compartidos no pudiera solventar al menos una última despedida. Sería su culpa, la de él, la de ambos… ¿qué importaba eso ahora? Ya no vendría. ¿Cambiaría su forma de recordarlo? ¿Le sería, dolor mediante, más fácil olvidarlo? Más interrogantes aparecían, más fuerte sonaba la campana del tren anunciado su partida.

Finalmente, el sonido insistente de la bocina de un auto la despertó. Él todavía dormía a su lado y con el brazo aún abrazándola. No lo despertaría. Intentaría levantarse, cambiarse e irse sin que lo notara. Al final, ése era su destino. Él había aparecido, y el tren… sin ella, ya se había ido.

(dc)